Reconozco que nunca he sido aficionado al teatro. Craso error. Pero nunca es tarde para revertir esta tendencia. Por eso, cuándo recibí la llamada de mi amiga Macula para asistir a la representación de la lorquiana obra Bodas de Sangre, no lo dudé ni un instante. Al final, digamos que por problemas de logística, no pudimos asistir a dicha representación. Pero Macu tenía un as debajo de la manga: la obra culmen del escritor granadino, La Casa de Bernarda Alba.
Protagonizada por ocho mujeres del asentamiento gitano de El Vacie, en Sevilla, desde el primer momento, dese la primera escena en que hace su aparición María Joséfa, la madre de Bernarda, una anciana cuyas palabras reflejan locura y verdad, gracia y humor, la representación engancha. La peculiaridad principal de la obra se centra en el hecho de que las intérpretes no saben leer ni escribir. La propuesta, no cabe duda, responde a los cánones del teatro social. El mismo que buscaba Lorca, tan universal en esta obra como siempre, o quizás más. Sobre el escenario, las musas son Rocío, Carina, Sandra, Mª Luz, Lole, Ana, Sonia Joana y Pilar. Ocho heroínas.
Un hecho que para nada ha impedido lograr conmover a los espectadores, yo entre ellos, que han tenido la oportunidad de disfrutar con una obra hecha de manera tan humana, tan simple, con mucho entusiasmo y a base, imagino, de un duro aprendizaje. En todo caso, es digno de resaltar el papel que juega Marga Reyes, una de las actrices de Atalaya, compañía que se encarga de la representación que encarna a Poncia, la criada, y que se ha convertido en una especie de maestra de ceremonias que les aporta seguridad a las neófitas actrices.
A través de esta iniciativa, este grupo de mujeres está recuperando una dignidad social (la personal siempre la tuvieron) y una libertad, impensables hace un año. Ahora son percibidas socialmente de otra manera, tienen un trabajo digno que les permite mantener a sus familias y contribuyen de manera decisiva a mejorar la percepción que el conjunto de la ciudadanía tiene de este colectivo.
Sinceramente, me ha impresionado verlas interpretar sus papeles, hablar de sus vidas casi sin construir bien dos frases seguidas, con sus inmesas barrigas y cabelleras, con sus delantales y las manos, a modo de jarras, apoyadas en sus cinturas. Con esa naturalidad y espontaneidad que demuestran en todas y cada una de sus escenas. Esa manera de llevar la obra a su terreno, a su escala social, con su forma de moverse y de hablar, con sus costumbres, con sus pros y sus contras. Conmueve. Iniciativas como estas, bajo mi punto de vista, deberían repetirse de manera más común.
Todo comenzó con el deseo de TNT Atalaya de realizar en su nuevo teatro de la barriada de Pino Montano, situado a escasos metros del asentamiento chabolista, una labor de integración con personas en riesgo de exclusión social. Y el resultado no ha podido ser mejor. Desde que en noviembre estrenaron la obra, llevan ya más de tres meses en los escenarios. Un éxito que se completará con una próxima representación en el Teatro Central de Madrid. Si la justicia no lo impide, claro. Porque, para más inri, dos de las intérpretes han sido condenadas a año y medio de cárcel, acusadas del robo de unos hierros cuando iban en una furgoneta que conducía Samanta Villar, la periodista que convivió con ellas durante 21 días. Una historia, por tanto, también de superación. De demostrar que no todo se acaba en El Vacie. Una forma de hacer llegar a los demás, que si se le dan oportunidades, son capaces de responder con lo mejor de sí mismas.
En fin, la vida...
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